Capítulo — Hierro contra sangre
El auto de Victoria se detuvo bruscamente frente al Hotel Montaldo. No bajó con prisa; lo hizo con una calma gélida, la calma que antecede a la tormenta.
Atravesó el lobby con pasos rígidos, la frente erguida, los ojos afilados. Los empleados la saludaban; ella no respondió a ningún saludo. Una frase le ardía en la garganta:
—Todos los hombres son iguales.
Cerró la puerta de su despacho con un golpe seco y se dejó caer en el sillón. El temblor interior lo contenía con el único recurso que le había servido siempre: el hierro. Esa coraza forjada en dolor que no admite lágrimas ni flaquezas.
Pidió un café solo, sin azúcar. La camarera del restaurante subió con la bandeja.
—¿Le llevo uno al señor Duarte también, señora Victoria? —preguntó, inocente.
La respuesta fue un filo en el aire: —¡No! Solo para mí.
No hubo sonrisa ni explicación. Cuando quedó sola, encendió la computadora y redactó la carta de despido de Samuel Duarte. Lo hizo con la precisión