La noche siguiente, unos pasos apresurados resonaron frente a la sala de reposo.
Cerré los ojos, inspiré hondo y aferré con fuerza la manta que me cubría: al final habían venido tras de mí.
La cortina del cubículo se alzó de golpe. El Alfa Nate irrumpió primero; al verme tendida en la cama, se quedó lívido, incapaz de disimular el pánico que le inundaba la mirada.
—¡Diana! —la voz le temblaba mientras se acercaba a grandes zancadas—. ¿Cómo pudiste ser tan impulsiva? Lo entendiste todo mal, yo tenía razones que no podía revelar…
Alcé la vista y lo observé con frialdad; en mis labios se dibujó una mueca burlona.
—¿Explicaciones? ¿Qué quieres explicar? ¿Cómo pensabas entregar a mi hijo a otra mujer? ¿O cómo podías acariciar mi mano con ternura mientras de noche la consolabas a ella?
Nate se quedó petrificado; abrió la boca, pero no logró articular palabra.
Enseguida irrumpió Rose, furiosa; su rostro mostraba tanto desconcierto como un fastidio imposible de ocultar.
—¡Luna Diana! ¿Cómo te