Cuando Dylan regresó con Emilia, ya era de noche. Al verlo, María seguía cenando sola. Dylan se tensó por un segundo. Antes, sin importar la hora, María lo esperaba para cenar juntos; él había intentado mil veces convencerla de que no lo esperara, y ella nunca cedía. Verla ahora, sola frente al plato, algo se le movió por dentro. Iba a acercarse, pero Emilia lo tomó del brazo.
—Dylan, ¿le avisamos a María lo de mañana?
Al oírla, Dylan se apresuró:
—Mari, el médico dijo que Emilia ha estado muy alterada y eso puede afectar la fecundación in vitro. Necesita relajarse. A Emilia le encanta bucear; mañana vamos a bucear.
María se levantó rumbo a las escaleras.
—Vayan ustedes.
No iba a prestarse a ese teatro.
Apenas entró a la habitación, Dylan la alcanzó y la sujetó de la muñeca con fuerza.
—María, sé que no te gusta lo de la FIV, ¡pero Emilia es inocente! ¿Por qué te desquitas con ella?
Ella bajó la mirada. El dedo vendado volvió a sangrar por la presión del agarre.
Había dicho una sola frase para negarse y él corrió a defender a la mujer que llevaba clavada en el alma.
—Dylan, ella es tu cuñada. La esposa de tu hermano, la que figura en el acta de matrimonio con él.
Con solo eso, Dylan reaccionó como gato con la cola pisada. Le soltó la muñeca con brusquedad.
—¡María! ¡Qué retorcida eres! ¡Te dije que esto es solo por una FIV! ¡No hicimos nada! ¡Nada!
—Mis papás solo quieren que mi hermano no se quede sin descendencia, sin quien lo recuerde. No puedo ver a mis papás poniendo en riesgo su vida ni dejar que mi hermano se quede sin hijos. ¿Por qué no puedes entenderme?
María no respondió. Lo miró en silencio mientras él se esforzaba por convencerla. Al final, Dylan dio un resoplido, inquieto, le soltó la mano y se fue.
María se arrancó la gasa. La sangre brotó caliente.
Antes, él notaba hasta un rasguño. Ahora, frente a una herida abierta, ni se dio cuenta.
¿Qué era Emilia para él, en el fondo? ¿Solo su cuñada… o algo más? Solo él lo sabía.
A la mañana siguiente, muy temprano, Dylan la metió en el auto a pesar de su negativa. Él y Emilia se sentaron en los asientos delanteros; dejaron a María sola atrás.
A Dylan no le gustaba hablar cuando manejaba; siempre le decía que distraerse al volante era peligroso. Ahora, sin embargo, él y Emilia iban conversando y riéndose.
Ya en la playa, ambos se pusieron el equipo de buceo y entraron al mar.
Media hora después, Emilia salió a la superficie.
—María, ¿no te metes? —preguntó alegre.
María negó con la cabeza.
—No. No sé nadar.
—Ah, ya veo…
De pronto, Emilia le tomó la mano.
—¡El agua está increíble! ¿Para qué quedarte aquí aburrida? ¡Vamos!
Y la jaló del brazo hacia el mar.
María se asustó; por reflejo intentó aferrarse a Emilia, pero ella ya no estaba a su lado. El agua helada la envolvió; le tapó la boca y la nariz, y el cuerpo empezó a hundirse sin control.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Dylan! ¡Dylan!
Forcejeó y gritó. Entre la espuma, distinguió una figura que venía nadando hacia ella con urgencia.
—¡Mari, no tengas miedo! ¡Ya voy! —la voz de Dylan le llegó clara.
Un segundo después, estalló otro grito, desesperado:
—¡Dylan, ayúdame! ¡Me dio un calambre en la pierna!
Dylan se detuvo en seco y giró la cabeza.
A unos metros, Emilia braceaba, con la pierna rígida, hundiéndose poco a poco.
En la visión cada vez más borrosa de María, Dylan le lanzó una última mirada; dudó solo un latido y se dio la vuelta. Nadó directo hacia Emilia.
Al ver su espalda alejarse sin mirar atrás, a María se le aflojaron los dedos. El cuerpo siguió hundiéndose. Cerró los ojos con una sonrisa amarga en los labios.
“¿Qué seguía esperando de él?”