—¡¿De verdad?! —la voz de su profesora le estalló por el teléfono.
María apretó el celular; la amargura le subió en oleadas. Había sido ingenua. Aquel maestro era el tallista más prestigioso del gremio: cada pieza suya se subastaba a precios desorbitados y la lista de aspirantes a ser sus discípulos parecía interminable. Y, aun así, ella había rechazado la oportunidad por la que su profesora había peleado… solo porque Dylan le había dicho: “Mari, no me gusta la relación a distancia”.
Entonces creyó que él no podía vivir sin ella y esa dulzura le bastó para renunciar sin mirar atrás. Ahora entendía: a lo que él no podía renunciar era a ese rostro suyo, parecido al de Emilia.
—Profesora, en siete días estaré allí, puntual —dijo María.
Colgó. Al mismo tiempo, Dylan terminó su llamada.
María entró a la casa y, cuando iba a subir las escaleras, lo escuchó decir:
—Para prepararnos mejor… Emilia… digo, mi cuñada, se va a quedar desde hoy en el cuarto de huéspedes.
Se corrigió de prisa:
—No pienses mal. No me queda de otra. Está muy mal, se desespera. Tenerla aquí es más seguro… y también es lo que mis papás pidieron.
María se detuvo. Al ver la vacilación en la mirada de Dylan, curvó los labios con una sonrisa breve y seca.
—Entendido.
¿Qué intentaba tapar?
Esa calma le provocó a Dylan una punzada extraña. Cuando reparó en la ropa empapada de María, recordó, de golpe, que le había prometido volver a la zona de descanso para recogerla. Pero como Emilia había hecho un escándalo, la había consolado… y la había olvidado.
Iba a alcanzarla para disculparse cuando, de pronto, una figura se le lanzó encima.
—Dylan, acabo de soñar con tu hermano —sollozó Emilia—. Me reclamó por no ir a buscarlo. Yo no debí sobrevivir. ¡Debí morir! ¿Por qué me detuviste? ¿Por qué no me dejaste morir?
Intentó salir corriendo. Dylan la abrazó con fuerza, con los ojos llenos de compasión.
—Fue una pesadilla, nada más. No le hagas caso a los sueños.
María contempló a los dos, fundidos en ese abrazo. Cerró los ojos y subió.
Como era de esperar, Dylan no regresó en toda la noche.
Aprovechó ese vacío para sacar la maleta y, pieza por pieza, empacó sus cosas. Al amanecer, guardó la maleta en el clóset y salió del cuarto. Se detuvo en seco al pasar frente a la habitación contigua.
Dylan estaba sentado junto a la cama de Emilia. La miraba con una ternura absoluta; una expresión que jamás había mostrado delante de María.
De golpe se le vinieron a la cabeza recuerdos de cada año juntos.
El primero: ella ardía en 39 °C, lo necesitaba; él se fue por una llamada “urgente” y, en esa llamada, alcanzó a oír la voz de Emilia.
El segundo: lo acompañó a cerrar un trato; la presionaron a beber botella tras botella; él se fue porque le llegó un mensaje y la dejó a merced de los de la mesa. María terminó con una hemorragia gástrica. En ese chat alcanzó a ver el avatar de Emilia.
El tercero, el cuarto, el quinto…
Cada año pasaba algo parecido.
Había creído que eran coincidencias.
Ahora veía el patrón.
Se le escurrieron unas lágrimas, que se secó enseguida. “En siete días, todo terminará.”
A la hora del desayuno, ellos no estaban. María caminó hasta su estudio. Apenas tomó la gubia, vibró el celular: era su mejor amiga, Pilar Suárez.
—¡Mari! ¡Lo que acabo de ver! —escribió—. ¿Por qué Dylan está con su cuñada en la clínica de fertilidad?
—¿Pero su hermano no acaba de morir? ¡¿Qué está pasando?!
Llegaron varias fotos, tomadas desde distintos ángulos. En todas, Dylan sostenía a Emilia con una cercanía innegable. Cualquiera pensaría que eran una pareja enamorada.
¡Zas!
La gubia se deslizó, marcó la madera y se cortó la mano. El escozor llegó tarde; una gota tras otra cayó y manchó la talla que tenía a sus pies.
María miró la pieza: era el rostro de Dylan, tallado por ella.
Él se había burlado entonces: “¿De veras no puedes vivir sin mí?”
“¡Sí! Cuando esté trabajando, vas a estar conmigo también”, respondió ella en ese momento.
Ahora contempló la madera teñida de rojo. Tomó la escultura, salió al patio y la arrojó al bote de basura.
Ya no iba a necesitarlo más.