Lo primero que hizo María Vargas al salir del funeral del hermano mayor de su esposo fue pedirle el divorcio al hombre con quien llevaba tres años casada.
La razón: la familia Ramos le exigía a Dylan que, pese a estar casado, le diera un hijo al hermano recién fallecido mediante una FIV con su cuñada, Emilia Blanco.
—Mari, mis papás amenazaron con quitarse la vida e incluso con hacer huelga de hambre; no tuve opción. Además, con Emilia solo fue una FIV: no hubo nada entre nosotros. ¿Por qué tienes que pedir el divorcio? —dijo Dylan.
Al oírlo, María cerró los ojos; el pecho le ardió y, tras contenerse, las lágrimas por fin se le escurrieron.
—Dylan, nosotros somos los esposos. ¿No te parece absurdo?
El hombre al que amaba iba a tener un hijo con otra mujer. ¡Absurdo!
Dylan se desconcertó al verla llorar; estaba por consolarla cuando sonó su celular. Apenas contestó, y antes de que pudiera hablar, estalló un grito al otro lado de la línea:
—¡Dylan, vuelve ya! ¡Emilia se tomó un frasco de pastillas para dormir, quiere matarse!
—¡¿Qué?!
Cortó y, antes de que María reaccionara, detuvo el auto en el acotamiento.
—Mari, espérame en la zona de descanso. Voy y vuelvo.
Afuera caía un aguacero y María no se movió. Un segundo después, Dylan le soltó el cinturón y la empujó fuera del auto.
—¡María, no es momento para berrinches! Esto es de vida o muerte. ¿Por qué siempre eres tan egoísta?
María no alcanzó a sostenerse; cayó en un charco de lodo, empapándose la ropa. Mientras veía alejarse el auto a toda velocidad, sintió como si le quemaran el corazón y, de golpe, recordó que él la había “rescatado” tres veces.
La primera: en la universidad, cuando la difamaron con un rumor sexual y todos la señalaban; él encontró al responsable y le limpió el nombre.
La segunda: en el departamento que alquilaba, cuando un propietario abusivo casi la agredía; él le rompió la cara a golpes y la ayudó a mudarse esa misma noche.
La tercera: en pleno invierno, un desconocido en crisis la empujó al lago; cuando ya se ahogaba, él se lanzó y la sacó.
Todos sabían que María Vargas era el centro de la vida de Dylan Ramos.
Como novia y luego como esposa, había creído que así vivirían siempre. Apenas llevaban tres años de matrimonio. ¿Cómo habían llegado a esto…?
María caminó por el acotamiento bajo la lluvia torrencial. La ropa chorreaba lodo; el peinado se le deshizo y el cabello le caía pegado al cuello. Los tacones le habían abierto surcos sangrantes en los talones.
Cuando volvió a casa, ya era de madrugada. Estaba por abrir la puerta cuando escuchó a Dylan hablando por teléfono.
—Dylan, ¿de verdad vas a someterte a una FIV con Emilia? —se burló uno, a carcajadas—. ¡Se te va a cumplir el sueño de toda tu vida!
—Sí, desde chico estuviste colado por Emilia; lástima que ella quería a tu hermano —siguió otro—. Jurábamos que nunca se te iba a hacer. ¡Quién lo diría! ¿Y para qué FIV? ¡Mejor háganlo de verdad!
—¡Cállense! —los interrumpió Dylan, y la voz se le ablandó—. Emilia está destrozada; no digan tonterías que la lastimen. Aunque… si nuestro hijo se parece a ella, mejor.
Soltaron carcajadas de nuevo.
—Para eso, Dylan, ¿para qué te rompiste la cabeza armando lo del rumor sexual, lo del propietario ese y el “accidente” del lago, para que María cayera en tus brazos? Una sustituta nunca será mejor que la original.
De pronto, a María el mundo le dio vueltas. Se aferró a la manija de la puerta para no desplomarse.
Así era… así era…
Con razón, después de que ese compañero me pidió disculpas por el rumor, dijeron que un millonario lo becó para irse al extranjero.
Con razón, al propietario del departamento, después de que lo golpearon, ni se le ocurrió denunciar y hasta me devolvió el depósito y la renta.
Con razón, cuando me “rescató” del lago, revisé las noticias y no había una sola nota.
Con razón, la primera vez que me vieron, los Ramos dijeron que me parecía a Emilia Blanco… hasta bromearon que en esa familia todos tenían el mismo gusto.
Todo, absolutamente todo, había sido una jugada de Dylan.
Sintió que una mano le estrujaba el corazón; le faltó el aire y se le escaparon las lágrimas, una por una.
Entonces vibró su celular. Se apartó y contestó en automático.
—María, ¿no quieres reconsiderar al maestro tallista que te recomendé como mentor? No te vas a equivocar. El plazo vence en siete días. Eres brillante, ¿por qué no te animas? Yo…
Mientras escuchaba, miró la puerta y se secó, una por una, las lágrimas.
—Profesora, no diga más. Voy.