Luis los observaba abrazados.
Aunque sabía que eran hermanos, sentía celos. Dulcinea solo debería estar en sus brazos.
El aire del invierno era sombrío y la tensión entre los dos hombres se podía cortar con un cuchillo.
Alberto y Luis intercambiaron miradas de odio.
A punto de estallar el conflicto de nuevo, Dulcinea agarró la manga de su hermano y suplicó suavemente:
—¡Hermano, no!
Alberto, siempre sensible al sufrimiento de su hermana, no quería causarle más problemas. Miró a Luis con frialdad y dijo:
—Luis, si tienes algo contra mí, enfréntame. No es de hombres desquitarse con una mujer. Dulci quiere quedarse, y no la obligaré. Pero si sigues con tus aventuras y dejas que otras mujeres dañen a Dulci, te aseguro que, aunque me cueste la vida, te haré pagar. Puedes intentarlo si quieres.
Luis respondió con una sonrisa helada:
—Lárgate. Adiós.
Finalmente, Dulcinea llamó al chofer para que llevara a su hermano de regreso.
Cuando todo terminó, volvió a la habitación. Los niños seguían du