Clara lo interrumpió con sarcasmo:
—¡Ella es su querida!
Sin más discusión, Clara se levantó de golpe y se fue, llevándose la taza de café con huevo.
Pensó que, de haberlo sabido, no se lo habría dado a comer, no valía la pena darle nada a un ingrato…
Pero aún tenía que hacer la maleta.
Clara pasó por el dormitorio, tratando de no hacer ruido para no despertar a la señora.
Pero Dulcinea estaba despierta.
Clara, nerviosa, murmuró:
—El señor me pidió que arreglara el vestidor.
Dulcinea sonrió serenamente:
—Es para hacer la maleta, ¿verdad?
Los ojos de Clara se llenaron de lágrimas. Se las secó y, con voz entrecortada, dijo:
—Hace poco los veía tan bien, pensaba que al fin habían superado lo peor. Pero, mira, este es el final.
Dulcinea no explicó nada.
Solo le pidió a Clara que preparara la maleta.
Clara hizo un equipaje sencillo y lo llevó al estudio, pero Luis no estaba allí.
Él estaba en la habitación de Leonardo.
La suave luz de la mañana iluminaba el rostro de su hijo.
Luis estaba ag