Clara se alarmó:
—¿Señora, a dónde va a esta hora?
Dulcinea bajó la cabeza, sus largas pestañas temblaban. Después de un momento, forzó una leve sonrisa:
—Esto está a punto de terminar, pronto seré libre.
Clara no entendió sus palabras.
Pero sabía que ahora la señora tenía determinación, como lo demostró cuando se atrevió a hacer que amputaran la pierna y el útero de esa mujer. Clara la admiraba, recordaba que antes Dulcinea ni siquiera podía matar a una gallina.
Clara llamó al chofer y ayudó a Dulcinea a vestirse.
Una vez vestida, Clara tomó una bufanda de lana oscura y envolvió a Dulcinea con cuidado. Le dijo con preocupación:
—Déjeme acompañarla, señora. No me quedo tranquila.
Dulcinea tomó la mano de Clara con suavidad. Después de una breve pausa, murmuró:
—Esta bebé tenía problemas congénitos. No hubiera sobrevivido de todas formas.
Al oír esto, Clara se quedó estupefacta.
¡Dios mío!
¿Qué estaba escuchando?
Clara miró a Dulcinea con horror, pero Dulcinea sonrió levemente:
—Hablare