Ana respondió en voz baja:
—¿Qué esperabas que te preguntara?
Mario la atrajo hacia sí, con un agarre firme que rozaba lo doloroso:
—¡Deberías haber preguntado por qué no entré!
—¿Por qué no entraste? —inquirió Ana, mecánicamente.
Sin esperar respuesta, prosiguió:
—Mario, antes no eras así de complicado. Tienes la libertad de ir o no ir... No puedo pasar mi tiempo preocupándome constantemente por tus emociones, adivinando si te molestarás o estallarás en cualquier momento. Si fuera así, ambos estaríamos exhaustos.
¡Por fin lo había dicho!
Pero al hacerlo, un ligero arrepentimiento la invadió y su voz se apagó:
—Mario...
Él no le dio oportunidad de lamentarse.
Le soltó la mano y, dando la espalda a la ventana, se sumió en la oscuridad. Su voz, más suave que la misma noche, resonó:
—Ana, a veces el amor también puede matar.
Ana permaneció inmóvil frente a él, a tan solo un paso de distancia. Sus ojos, llenos de lágrimas, no eran visibles para él. Él solo deseaba que se marchara, que sali