Noah escuchó los quejidos de Leah. Sus ojos se entornaron con preocupación al mirar la expresión de angustia en su rostro. La luz tenue de la lámpara acentuó las sombras bajo sus ojos.
Se sentó en la cama y el colchón se hundió bajo su peso. La yema de su dedo pulgar rozó apenas su barbilla, con una delicadeza que contrastó con la rudeza de sus manos callosas.
Leah abrió los ojos de golpe. Su mirada quedó vidriosa, perdida en algún lugar entre el sueño y la pesadilla.
—Déjame —logró decir con una voz ronca y desgarrada—. No me toques, no me hagas daño.
Noah apartó su mano de su rostro como si le quemara la piel. Ella se vio deshecha: sus labios temblaron y sus ojos lo miraron con un horror visceral, como si él fuera un espectro surgido de sus peores pesadillas.
—Leah —pronunció su nombre con una firmeza que pretendió anclarla a la realidad—. Leah, soy yo.
Ella se mantuvo perdida, descontrolada y envuelta en un pánico que le nubló la razón. Le suplicó que se fuera entre jadeos co