En automático, Leah pasó a su forma humanoide.
La sangre roja vibrante emanaba de su hombro.
Las garras de Sven se convirtieron en manos, y sus pasos se tornaron lentos.
Agarró a la chica del cabello y la arrastró dentro del escudo. Una sonrisa sardónica se dibujó en sus labios al entrar al área protegida.
Las lobas miraron horrorizadas al intruso, y por instinto las madres atrajeron a sus cachorros hacia su pecho.
Las lobas jóvenes y fuertes de la manada se pusieron en guardia; entre ellas relucía Michelle con su pelaje oscuro y brillante. Era hábil, fuerte y tenía noción de qué hacer en batalla.
Leah las miraba desde el suelo. Herida, débil y sin poder hacer nada.
«De verdad soy tan inútil», se dijo, al girar su vista y ver a las madres huir desesperadas con los gritos de sus cachorros indefensos de fondo.
Sven ni siquiera tuvo que tomar su forma lobuna: a puño limpio golpeaba a las lobas que intentaban atacar.
—Qué fieras… debe ser interesante montarlas —se burlaba