4. Maximiliano D'Angelo

La secretaria entonces se endereza de súbito y se le forma un balbuceo casi al instante. 

—¡Señorita! 

La jovencita se carcajea y empieza a teclear su teléfono. 

—Sólo bromeo, descuida…

De igual manera se abraza a los papeles y la contempla un momento, parpadeando. ¿Su jefe…? Ella aclara con un rotundo no. Y se negando, se dirige a la otra puerta. 

—Le avisare a su hermano, señorita. Espere sólo un momento.  

Pero Giovanna la mira y se vuelve a reír, un tanto prendida por lo que ha dicho. Y la mujer baja los hombros, sonriendo y entonces resignada porque los ojos juveniles de la joven la hicieron desentenderse de aquel pensamiento. 

Entonces la mujer ahora teniendo los papeles y el cabello recogido va caminando hacia las oficinas principales, un tanto desorientada entonces por la situación que debe mantener al hotel inmersa en murmullos y consideraciones meramente como cotilleos. Cuando ya la recepción para una boda parecía haberse concretado, los invitados estaban seleccionados, el banquete tendría durante y después recepciones de los invitados, la iglesia San Ignacio de Layola sería quien fuese testigo, los votos estaban seleccionados y el vestido de la novia estaba en la punta de la cama, la cancelación de la boda apenas tres días, y era lunes, en tal caso la cancelación ha sido el viernes. ¿O no? ¡No puede ser cierto! Antes de la llegada es incluso peor para los comensales y los trabajadores del hotel que saber el rumor donde se decía el gasto que los novios habían dejado por toda la organización. 

Un escalofrío recorre la punta del cuello, en la mandíbula, porque si para ella la situación hasta le daba calambre en los pensamientos, no puede ni imaginar al señor, su jefe. 

Al entrar en la oficina no ha negado sentir cosquilleo, puesto que verle la cara a un hombre que tuviera el corazón roto no era de las mejores cosas que pudiese encontrar. Al contrario, no hay nadie, y la vista del oeste de Nueva York parece remediar su atención. Así que pasa con sigilo y se coloca el catálogo encima de otro, como ya era costumbre. Observa la computadora entonces colocando el terminado del día anterior para revisar y confirmar, como también era costumbre. Otra cosa que era costumbre es dejarle los panes de rosquillas de crocante similar al croissant y la taza del Cappuccino muy característico de todas las mañanas frente al escritorio, porque sería siempre lo primero preguntaría sino lo llegase a verlo, y que muy pocas veces pasaba.  

Se aleja del escritorio y se conduje hacia las esquina de la impresora, dispuesta a entonces a empezar con las copias de las facturas realizadas a los proveedores una vez que acaba el itinerario de la noche, en que la caja se cerraba y se pasaba a la espera de la mañana para que el mismo señor D’Angelo las revise. 

Continuando imprimiéndose las hojas pasa de un lugar a otro con la misma rutina de todos los días. Verificar, acomodar, escribir y revisar las notas dejadas por él una vez que se marchaba a su hogar. Las leería una vez que se sentará a las afueras y en su oficina. 

Cuando la rutina de esos diez minutos ya ha pasado, pasa alrededor del escritorio y ladea la cabeza al mirar la linda vista que ahora Nueva York le ofrece, sumergida en aquella esperanza abrasadora. También Maya Seati quiere obtener una vista como aquella, en una esquina de Montreal o en una cera principal como el flatiron provincial de Nueva York. En Canadá también tiene el sueño, pero Nueva York ronda con esas ambiciones puestas desde que ella había querido lograr especializarse en los caminos de la hospitalidad y rendimiento de los que llamaban “hotel cinco estrellas” quienes habían pasado por un servicio directamente excepcional. Y eso era a lo que aspira la mujer que mira la abundante mañana de Nueva York. Fija en las esquinas en donde pudiese colocar ella su primera agencia de los tantos hoteles que pudiese querer. Entretanto, busca la manera de que, cada uno fuese, sin duda, el mejor servicio mucho más allá de lo infrecuente. 

—A veces yo también quedo prendado de esta belleza, no debes culparte de haber quedado prendada también…

—¡Válgame Dios! 

Unas risas se escuchan por fin, su jefe ha aparecido y está justo a su lado.

—No quise asustarte. Discúlpame. 

—Descuide. Es que no lo escuché llegar. 

—Es que es culpa del tapiz del suelo, es alfombra. No es como madera que suena. A veces ni siquiera te escucho llegar yo a ti. 

La vista de Nueva York ha sido reemplazada por unos ojos idénticos a los que ya había visto antes, ahora en aquel rostro, de la que también con las otras cosas hechas, se había acostumbrado. Fijos en el rostro, un rostro ya maduro, refulgente, simpático por las brillosas de sus ojos, cejas negras y pobladas, una barba ligera esbozada con aquellos mechones blancos ya encontrándose a mirar cuando puede notarlo así de cerca, cabello tan negro como ya lo había visto también hace un par de minutos y la piel de sus ojos arrugándose cuando finalmente, le ha sonreído, solamente a ella. 

—Buenos días, Maya.

—Buenos días, señor D’Angelo.

El hombre mira y señala la vista. 

—¿No es acaso precioso? —empieza a decir. 

La mujer infla el pecho y se siente arrinconada, de hecho, por la belleza de tal irremediable vista. 

—De eso sin duda, señor. 

La mujer lo atisba una vez y sin querer empieza a notarlo, quizás ahora por lo que ya sabía, por lo que sabía casi todo el hotel y no siente dirigir las palabras,  para nombrarla, pero sabe que su expresión está distante y lejana, pese a su sonrisa.

Aquel hombre es Maximiliano D'angelo. Uno de los hombres más influyentes de Nueva York, dueño de más de una docena de sucursales de hoteles dentro de la misma ciudad y en su ciudad natal, Roma. Cuando lo conoció le pareció intimidante e incluso desfavorable como persona, sin embargo aquello lo había dejado atrás cuando su manera de ser la había tomado desprevenida. Es un hombre en la edad de los cuarenta, alto, fornido, musculatura impresionante y al lado suyo siempre parece una pequeña hormiga, ella con la estatura que le llega a él hasta los hombros, aunque siempre alerta a todo. Cuando parece haberlo notado más de un segundo, tose en su lugar y se recupera de la ensoñación. Faltaba entonces decir que su jefe, sin embargo, también era la comidilla del hotel por sus facciones y su porte ligero y galante. Es guapo, sin duda. Aunque eso no es lo que lo resalta por los otros hombres a su par, sino la amabilidad y la sencillez de la que goza siempre. Ese es su jefe.

Y ella, su secretaria hace más de doce meses. 

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