Vidal se quedó completamente petrificado. Su cuerpo se negaba a responder y sus pensamientos se desmoronaban a una velocidad imposible. El color se le esfumó del rostro, y en cuestión de segundos, aquella expresión altiva que llevaba frente a Raymond se transformó en puro desconcierto. Estaba pálido, con los ojos muy abiertos, sin poder asimilar lo que acababa de escuchar.
En su mente, aquello no podía ser más que una broma cruel, una alucinación. Tenía que estar soñando, o atrapado en una de esas pesadillas en las que el mundo se derrumba frente a tus ojos y no hay forma de despertar. Pero las palabras de Raymond seguían resonando en su cabeza, tan reales que le quemaban los oídos.
—¿Qué dijiste? —balbuceó Vidal mirando alternativamente a Raymond y a Ámbar, como si buscara desesperado que alguno lo desmintiera—. ¿Ámbar… tu esposa?
Raymond, con una serenidad que contrastaba brutalmente con el caos del otro, lo miró de frente.
—Así es —respondió con seguridad—. Ámbar es mi esposa. Y si