Reflejos rotos
La casa estaba en silencio, salvo por el leve murmullo de la lluvia que golpeaba contra los cristales. Afuera, la noche se extendía oscura, como un manto sin fin, pero dentro de mí la oscuridad era aún más profunda.
Me senté en el borde de la cama, las manos temblorosas sosteniendo la vieja libreta que llevaba conmigo desde siempre. Sus páginas, amarillentas y gastadas, guardaban secretos que apenas comenzaba a entender. Cada palabra escrita parecía un eco del pasado que me negaba a soltar, palabras que había garabateado en noches en vela, palabras que hablaban de sueños que no eran míos, de recuerdos que no sabía si me pertenecían.
“Anabel”, decían las voces en mis pesadillas, en susurros que se deslizaban como serpientes entre mis pensamientos. No era solo un nombre. Era una carga. Era una llave.
Cerré los ojos, intentando callar las voces que aún susurraban detrás del espejo maldito. Ese espejo que había visto en sueños antes de conocer a Ethan, ese espejo que me de