El umbral oculto
Desde que pisé la mansión Umbra, supe que no era un lugar común. No era solo el crujir de la madera vieja, el olor a moho y polvo, o el frío que se colaba por las rendijas de las paredes agrietadas; era la sensación de que algo nos observaba, algo que vibraba bajo las capas de historia y olvido. Una presencia latente, sutil, como un pulso que se sincronizaba con mi respiración.
Mientras Ana se acercaba al espejo, mi mente analizaba todo de forma meticulosa: la estructura de los marcos, los símbolos grabados casi imperceptibles bajo el polvo, la forma en que la energía se arremolinaba en ciertos puntos del suelo, cómo las motas de polvo parecían flotar con un ritmo casi hipnótico alrededor del cristal. Todo me hablaba de un fenómeno que había estudiado durante años, pero que jamás había experimentado de manera tan intensa.
Lo que Ana había sentido, ese susurro, no era simple sugestión. Era un eco real, una vibración que solo perciben aquellos que tienen la sensibilidad