El aire frío de la noche golpeó el rostro de Valeria cuando salió del restaurante tomada del brazo de Gabriel. Su corazón aún latía con fuerza, no sabía si por la humillación de Alexander o por la manera en que Gabriel la había defendido frente a todos.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó él con una sonrisa cómplice.
—A olvidar… aunque sea por unas horas —murmuró Valeria, con un brillo desafiante en los ojos.
Minutos después, estaban en un bar elegante, iluminado por luces tenues. Gabriel pidió una botella de vino caro sin siquiera mirar la carta, como si quisiera demostrarle que el mundo era suyo y ella podía ser parte de él.
—Por la mujer que hizo temblar al CEO Montes —brindó, alzando la copa hacia ella.
Valeria rió con amargura y bebió de un trago. La primera copa se convirtió en la segunda, y la segunda en la tercera. La rabia, el dolor y la atracción prohibida se mezclaban con el alcohol hasta hacerla sentir ligera, peligrosa, invencible.
Gabriel la observaba en silencio, con una media sonrisa. Había ternura en su mirada… pero también algo más, algo que ella no podía descifrar.
—¿Sabes qué es lo que más me duele, Gabriel? —dijo Valeria, con la voz quebrada por la bebida—. Que tiene razón. Soy… soy una mujer normal. Una secretaria más. Nunca podré competir con su mundo, con su… con su prometida perfecta.
Gabriel dejó la copa sobre la mesa y se inclinó hacia ella.
—Escúchame bien, Valeria. No eres normal. No eres básica. Eres fuego. Eres la clase de mujer que puede destruir a un hombre como Alexander Montes sin siquiera proponérselo.
Ella lo miró, con los ojos brillosos y las mejillas sonrojadas por el alcohol. —¿De verdad lo crees? —susurró, vulnerable.
—No lo creo. Lo sé —respondió él, con esa intensidad que la hacía sentir atrapada.
Valeria rió, pero sus labios temblaban. De pronto, las lágrimas que había contenido todo el día escaparon sin permiso. Gabriel tomó su rostro entre las manos, acercándose más.
—No llores por él, Valeria. No lo merece.
Y entonces, sin esperar respuesta, la besó. Fue un beso lento, calculado, como quien toma posesión de algo que ya consideraba suyo. Valeria, aturdida por el alcohol y la tormenta en su pecho, no se resistió. Cerró los ojos y se dejó llevar.
Las copas siguieron corriendo, y la risa de Valeria se volvió más torpe, más frágil. Gabriel no dejaba de observarla, paciente, como un cazador que espera el momento exacto.
En un instante, todo se volvió confuso para ella: las luces del bar se mezclaban, las palabras se arrastraban, y el beso de Gabriel aún ardía en sus labios.
—Creo que… bebí demasiado —susurró, apoyando la cabeza en su hombro. —Tranquila —respondió él suavemente, acariciándole el cabello—. Yo me encargo de ti.
Después, todo fue un borrón.
…
Un dolor punzante en la sien despertó a Valeria. La luz de la mañana entraba a través de cortinas gruesas, y un perfume masculino llenaba la habitación. Se incorporó con dificultad, llevándose una mano a la frente.
Su corazón dio un salto.
Aquello no era su casa.
La habitación era amplia, con paredes oscuras, un ventanal cubierto a medias, y una chaqueta de hombre colgada en una silla. El recuerdo de la noche anterior era fragmentado: risas, vino, el calor de los labios de Gabriel… y luego nada.
Se levantó de golpe, buscando su bolso. Lo encontró sobre una mesa de noche, junto a una copa de vino a medio terminar.
—¿Despertaste? —la voz de Gabriel resonó desde la puerta.
Valeria se giró bruscamente. Él estaba allí, recostado en el marco con esa sonrisa enigmática, vestido con una camisa desabotonada que dejaba ver parte de su pecho. Su mirada la recorrió con calma, como si cada movimiento de ella le perteneciera.
—¿Dónde… dónde estoy? —preguntó Valeria, con la voz temblorosa.
Gabriel dio un paso dentro de la habitación.
—En mi departamento. Te traje anoche. Estabas demasiado ebria para volver sola.
Valeria tragó saliva. —¿Pasó algo?
Él la miró fijamente, y durante un segundo, su sonrisa desapareció, reemplazada por una seriedad inquietante.
—¿Quieres que te diga la verdad? O… ¿prefieres seguir creyendo que fue solo una noche tranquila?
Un escalofrío recorrió la espalda de Valeria. Había algo en su tono, en esa ambigüedad, que la descolocó por completo.
Gabriel se acercó más, inclinándose hacia ella hasta que pudo sentir su respiración. —No te preocupes, Valeria. Todo lo que pasó… fue exactamente lo que tenía que pasar.
El corazón de Valeria latía con fuerza. Se llevó las manos al rostro intentando aclarar su mente, pero en cuanto cerró los ojos, las imágenes llegaron como destellos rotos.
Un beso ardiente contra la pared.
Una mano firme sujetándola de la cintura, acercándola más y más.
Su propio cuerpo respondiendo con una intensidad que jamás había imaginado. El sonido de su respiración entrecortada.
Valeria abrió los ojos de golpe, con el rostro encendido.
—Dios mío… —murmuró, llevándose una mano al pecho.
—¿Recuerdas algo? —preguntó Gabriel con una calma inquietante, como si supiera exactamente lo que pasaba por su mente.
Ella lo miró con los labios entreabiertos, la voz atrapada en la garganta. —Nosotros… ¿tuvimos…?
Gabriel sonrió de lado. No dijo ni sí ni no, solo se acercó lo suficiente para rozar con sus dedos la línea de su cintura, justo donde ella aún sentía el ardor de la memoria. —Digamos que la intensidad de anoche no se olvida tan fácil.
El cuerpo de Valeria se estremeció. Parte de ella quería creer que había sido una conexión real, genuina, una forma de olvidar a Alexander. Pero otra parte… otra parte sentía miedo.
—Estabas tan hermosa, tan vulnerable… —susurró Gabriel, inclinándose hacia su oído—. No podía apartarme de ti.
Valeria retrocedió un paso, con la respiración agitada. —No debió pasar. Yo… yo no quería… no así.
Gabriel la miró fijamente, y por primera vez, dejó entrever un destello de impaciencia, de posesividad.
—No lo niegues, Valeria. Lo sentiste tanto como yo.
Ella se abrazó a sí misma, confundida, atrapada entre la culpa, el deseo y la sospecha. La imagen de Alexander apareció en su mente, recordándole sus palabras crueles, su mirada posesiva… y se odió a sí misma por pensar en él justo después de lo que acababa de vivir con Gabriel.
Gabriel, en cambio, se inclinó para recoger su chaqueta y la colocó sobre sus hombros, como si marcara territorio.
—Descansa un poco. Ya hablaremos de lo que sigue.
Lo que sigue.
La frase quedó flotando en el aire como una amenaza velada.
Valeria se dejó caer en la cama otra vez, cerrando los ojos con fuerza. El recuerdo de la mano firme en su cintura, el calor, la intensidad de la noche anterior la perseguían… pero no sabía si era un recuerdo verdadero o una ilusión alimentada por el vino.
Valeria despertó con el corazón acelerado y la mente confusa. Poco a poco, la neblina del alcohol comenzó a disiparse y se dio cuenta de que los recuerdos intensos que la atormentaban eran fragmentos incompletos, un rompecabezas que su mente borracha había inventado.
—Tranquila —dijo la voz de Gabriel, serena, desde el marco de la puerta—. No pasó nada. Te quedaste dormida después de llorar. Solo te contuve.
Valeria lo miró, incrédula.
—¿Nada?
Él sonrió con suavidad, aunque en su mirada había un brillo extraño.
—Jamás aprovecharía de ti en ese estado. No soy ese tipo de hombre, Valeria.
Un calor distinto la recorrió, mezcla de alivio y vergüenza. Se llevó una mano al rostro, notando el rubor que la delataba.
—Perdón… yo… pensé…
Gabriel rio bajo, divertido. —Pensaste demasiado.
Ella bajó la mirada y, al girar para buscar su bolso, vio el reloj en la mesa de noche. Sus ojos se abrieron como platos.
—¡Dios mío! Voy tardísimo.
Tomó sus cosas apresurada, casi tropezando con los tacones mientras Gabriel la observaba con calma, esa calma que la desconcertaba aún más.
—Corre, secretaria rebelde —dijo con una sonrisa torcida—. No hagas enfadar a tu CEO… aunque, ¿sabes?, ya debe estar echando humo.
Valeria no respondió. Solo salió corriendo, con el estómago hecho un nudo.
…
Al llegar a la oficina, el ambiente era distinto. Más tenso. Los murmullos corrían de escritorio en escritorio como fuego. Y allí, tras la puerta de vidrio esmerilado, estaba Alexander Montes, con el ceño fruncido y la furia contenida en cada línea de su cuerpo.
La secretaria principal se acercó nerviosa a Valeria. —El señor Montes quiere verla. Ahora.
El corazón de Valeria cayó hasta sus pies. Caminó hacia la oficina, intentando mantener la compostura. Apenas cruzó la puerta, Alexander levantó la vista.
Sus ojos oscuros estaban encendidos de rabia.
—Siéntate —ordenó, con una voz que no admitía réplica.
Valeria obedeció, aunque sus manos temblaban sobre su falda.
Alexander la observó en silencio durante unos segundos eternos. Luego, con un golpe seco de su mano contra el escritorio, estalló:
—¿Se puede saber en qué demonios estabas pensando anoche?
Valeria lo miró, confundida y herida. —¿Me estaba vigilando?
—No necesito vigilarte para saber lo que haces —gruñó Alexander, inclinándose hacia ella con la mandíbula tensa—. Te vi salir con ese… artista de poca monta. ¿Crees que puedes ir por ahí, exhibiéndote a mi competencia, como si no tuvieras nada que perder?
Las palabras la atravesaron. Era el mismo patrón de siempre: la humillaba, la rebajaba, pero al mismo tiempo la reclamaba como suya.
—No soy suya, señor Montes —replicó Valeria, levantando la barbilla con valentía.
Alexander la miró con una mezcla de rabia y deseo, como si odiara esa respuesta tanto como la necesitaba.
—No te atrevas a ponerme a prueba, Valeria. Porque si lo haces… —su voz bajó a un susurro peligroso— no tendrás escapatoria.