Las lágrimas de Valeria caían sobre sus manos, calientes, silenciosas. El contrato, con sus páginas frías y mecánicas, seguía abierto frente a ella. La rabia le quemaba el pecho, pero no podía gritar. No podía golpear nada. Sentía que, si lo hacía, se rompería del todo.
La puerta se abrió de golpe. Valeria, sobresaltada, se giró. Una mujer mayor entró con paso firme. Era de estatura baja, cabello recogido en un moño apretado y delantal oscuro. Su rostro tenía arrugas marcadas, pero en su mirada no había crueldad, sino una mezcla de cansancio y compasión.
—Levántate —dijo la mujer, su voz no era dulce, pero tampoco era un látigo. Era firme.
Valeria se quedó inmóvil, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Qué…? —balbuceó.
La mujer dejó un montón de carpetas y formularios sobre el escritorio.
—Debes llenar estos informes. El señor Alexandre te habilitó la terraza. Será tu oficina a partir de hoy.
Valeria parpadeó, confusa.
—¿La… terraza? —preguntó, con un hilo de voz.
La muj