El silencio de la habitación se volvió insoportable. Valeria tenía las manos apoyadas sobre el escritorio, los papeles frente a ella. El contrato era grueso, con páginas perfectamente ordenadas y letras diminutas. Cada línea era como una cadena invisible que se le enroscaba al cuello.
Sus ojos se movían de un párrafo a otro:
“Confidencialidad absoluta… obediencia debida… disponibilidad permanente…”
Cada palabra era una jaula más. Sintió un nudo en la garganta y, antes de darse cuenta, las lágrimas empezaron a caer sobre el papel. Se las secó rápido, con rabia, pero el temblor en sus manos la delataba.
—¿Por qué? —susurró, apenas audible—. ¿Por qué tengo que someterme?
Era como si el contrato estuviera escrito para borrar su identidad. Allí no había “Valeria”, no había mujer, no había nombre. Solo “La Secretaria”. Solo “la portadora”.
El sonido de la puerta interrumpió su respiración entrecortada. Alexandre entró sin golpear, impecable como siempre, con ese perfume caro que llenaba el