Alejandro, ya con una mano en la puerta, se detuvo y miró a Camila directamente.
—Por cierto, antes de que se me olvide —dijo con tono autoritario—, más tarde vendrán unas mujeres a la casa. Su trabajo será enseñarte modales: cómo vestir, caminar, comer... todo lo que una dama debe aprender.
Camila lo miró incrédula, cruzándose de brazos.
—¿Perdón?
—Es necesario, Camila. Cuando te presente como mi esposa, todos van a observar cada detalle, y no quiero que nadie cuestione mi elección, ¿me entiendes?
Camila apretó los labios, tragándose las palabras que querían salir de su boca. Respiró hondo y asintió, aunque en su mirada había una mezcla de orgullo herido y resignación.
—Sí, señor Ferrer, entiendo.
Alejandro asintió, satisfecho.
—Bien. Ahora sí, me voy. Nos vemos más tarde.
Sin decir nada más, salió por la puerta, dejando a Camila con una sensación de frustración. Rica, ajena al intercambio, seguía jugando con su oso de peluche, pero Camila no podía dejar de pensar en lo humillante qu