El motor del auto rugió cuando Alejandro pisó el acelerador con fuerza. El viento golpeaba el parabrisas como una advertencia, y el cielo gris comenzaba a oscurecerse, como si presintiera el peligro. Camila, sentada junto a él, sostenía al pequeño entre sus brazos, sin notar todavía la amenaza que los acechaba.
Alejandro miró por el retrovisor por tercera vez en menos de un minuto. El auto negro seguía ahí, manteniendo una distancia sospechosa, como una sombra aferrada a sus talones.
—Alejandro... —Camila lo miró de reojo—. Estás manejando muy rápido. ¿Qué sucede?
Él apretó la mandíbula y el negocio con la cabeza, tratando de sonar tranquilo.
—No quiero que te alteres. Solo... cuida a nuestro hijo. Yo me encargo de esto.
Camila frunció el ceño, pero obedeció. Se pasó rápidamente hacia el asiento trasero y aseguró al bebé entre sus brazos. Luego miró hacia atrás, y su rostro palideció.
—Alejandro... ese auto... nos está siguiendo.
Él no respondió. El silencio lo decía todo. Alejandro g