La mansión Ferrer rebosaba de vida y expectación. Las cortinas habían sido cambiadas esa mañana, los jarrones de cristal pulidos y un suave aroma a flores frescas invadía los pasillos. Cada rincón había sido cuidadosamente decorado. El recibidor principal lucía un imponente arreglo floral blanco y lavanda, con cintas plateadas que colgaban con elegancia.
Isabella se movía con agilidad entre los salones, revisando detalles, supervisando a las empleadas, asegurándose de que todo fuera perfecto para la llegada de Camila. Su nieto dormía en sus brazos, tranquilo, ajeno al revuelo que lo rodeaba.
En la cocina, Emma dio instrucciones con precisión, con una expresión severa y maternal a la vez.
—Quiero que el postre esté listo en media hora. Nada de errores, por favor —dijo a una de las cocineras—. Y que el guiso no se enfríe. Calienten los platos justo antes de servir.
Carlos y Óscar, por su parte, caminaban por el jardín central. Se aseguraban de que las luces estuvieran en orden y que los