La luz tenue de la mañana se filtraba por las cortinas cuando Irma abrió lentamente los ojos. A su lado, el espacio de la cama estaba vacío. Extendió una mano instintivamente, tocando las sábanas aún tibias. Alejandro ya no estaba. Suspiré con fuerza y, mirando al techo, murmuró con amargura y resignación:
—Te perdí… nunca fuiste mío.
El silencio de la habitación parecía hacer eco de esas palabras. Se sentó en la cama, abrazando sus propias piernas, intentando contener las lágrimas que amenazaban con caer. En ese momento, la puerta se abrió suavemente, y su madre, Lucía, entró con una cálida sonrisa.
—Buenos días, hija. ¿Cómo amaneciste?
Irma la miró, con los ojos vidriosos, y sin responder de inmediato, simplemente extendiendo los brazos.
—Necesito un abrazo, mamá.
Lucía no dudó un segundo. Se acercó con rapidez y la rodeó con sus brazos maternales, apretándola contra su pecho con todo el amor y la comprensión del mundo.
— ¿Qué sucede, mi niña? ¿Qué te tiene así de triste?
Irma tragó