La puerta se cerró de golpe detrás de Margaret, retumbando como un trueno en la habitación. Su pecho subía y bajaba con violencia. Las manos le temblaban, y los ojos, cargados de furia, brillaban con una mezcla de despecho y humillación. Caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, su vestido aún reluciente contrastando con el caos emocional que le devoraba por dentro.
—¡No puede ser! —murmuraba una y otra vez, apenas consciente de que hablaba en voz alta—. ¡Alejandro no puede hacerme esto!
Sus tacones golpeaban con fuerza la alfombra mientras caminaba de pared a pared, incapaz de quedarse quieta. Su mirada se perdía entre los muebles, sin verlos realmente. Sus pensamientos giraban como un torbellino en su mente: el beso, la declaración frente a todos, la humillación pública... Todo resonaba en su cabeza como un eco maldito.
Se detuvo frente al espejo de cuerpo entero, el rostro enrojecido por la rabia.
—Todo lo que hice fue por amor —dijo, con voz ahogada—. ¡Todo!
Se giró con