Adrien y Camila permanecían abrazados en la sala, inmersos en esa burbuja de tranquilidad que parecía haberse formado solo para ellos. El silencio era cómplice de su cercanía; el latido del corazón de Camila se acompasaba al de Adrien, mientras la tenue luz de las lámparas creaba sombras suaves en las paredes, envolviéndolos en una atmósfera de paz.Adrien acariciaba suavemente la espalda de Camila, sintiendo cómo ella se aferraba a él con la misma necesidad que él tenía de protegerla. Sus labios se posaron en la cabeza de ella en un beso cálido y silencioso.Pero aquel momento íntimo se vio interrumpido de pronto por una voz grave que rompió la quietud:—Disculpen... no quise asustarlos —dijo Eduardo, asomándose desde el umbral de la puerta.Adrien levantó la mirada hacia su padre, sin apartar todavía sus brazos de Camila. Camila, por su parte, se separó lentamente, un poco avergonzada, bajando la cabeza.—No te preocupes, papá —respondió Adrien, con tono tranquilo—. Llevaré a Camila
Margaret estaba frente a su enorme espejo de cuerpo completo, ajustando los últimos detalles de su atuendo. Su vestido rojo abrazaba cada curva de su figura, resaltando su cintura esbelta y sus piernas largas y torneadas. Se observaba con satisfacción, acariciando su cabello rubio perfectamente ondulado mientras ensayaba una sonrisa coqueta.De repente, su teléfono vibró sobre la cómoda de mármol. Sin apartar la vista de su reflejo, Margaret estiró la mano y lo tomó. La pantalla mostró un nombre que le arrancó una sonrisa pícara: Álvaro . Con un movimiento suave, deslizó su dedo para contestar.—¿Aló? —dijo con voz seductora.Del otro lado, la voz de Álvaro sonó cargada de deseo:—Hola, amor. Quiero verte.Margaret soltó una risita mientras giraba un mechón de su cabello.—Tengo que ir a trabajar, Álvaro. No puedo verte ahora...—No quiero que vayas. —Su tono fue dominante, firme—. Da cualquier excusa, pero te quiero aquí... ahora.Ella soltó un suspiro resignado, como si no pudiera r
La tarde caía con lentitud sobre la gran mansión Ferrer, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. Alejandro detuvo su auto frente a la entrada principal, acompañado de su primo Andrés. Ambos bajaron en silencio, arrastrando tras ellos la pesada carga de pensamientos que los perseguían desde hacía días. El portón se cerró tras ellos con un leve chirrido metálico.Al abrir la puerta principal, fueron recibidos por una ráfaga de perfume fresco y la voz alegre de sus padres, que conversaban animadamente en la sala principal.—Buenas tardes —dijo Alejandro, su voz algo ronca, mientras Andrés, más jovial, también saludaba.Emma, que estaba sentada en un elegante sillón de terciopelo, se levantó de inmediato al verlos. Con una sonrisa cálida, caminó hacia su hijo y le dio un beso en la mejilla, dejando un leve rastro de su delicado aroma floral.—Buenas tardes, hijo —dijo en tono amoroso—. Tu hija Melody está en su habitación, esperándote. Me pidió varias veces que te avisara.Una c
La noche había caído por completo sobre la ciudad. Las luces de la mansión Ferrer se difuminaban entre los árboles mientras el jardín se sumía en un silencio apacible. Bajo el cielo estrellado, Alejandro e Irma permanecían sentados en el banco de piedra, sin necesidad de hablar, simplemente contemplando el firmamento.Una brisa suave mecía las hojas y traía consigo el aroma de las flores recién regadas. El silencio entre ellos no era incómodo; era más bien un espacio compartido de comprensión mutua, de esas conexiones silenciosas que sólo nacen entre dos almas que han conocido el dolor.Irma tenía los brazos cruzados sobre su regazo. Llevaba una blusa de manga larga color crema que resaltaba el tono cálido de su piel, y sus ojos oscuros estaban fijos en el cielo, buscando algo, quizás a alguien. Alejandro, a su lado, tenía una expresión serena, aunque sus cejas ligeramente fruncidas delataban la batalla que libraba internamente.—¿Puedo saber por qué estás triste? —preguntó de pronto,
La noche en la ciudad vibraba con una calma serena. Las luces de los edificios se reflejan en los cristales de los rascacielos como constelaciones urbanas. Alejandro conducía por una de las avenidas principales, con la mirada fija al frente y una expresión pensativa. Irma, sentada a su lado, observaba con curiosidad el camino sin decir nada, sintiendo que aquella salida no era casual.— ¿Vamos a algún lugar especial? —preguntó ella suavemente, rompiendo el silencio.Alejandro la miró de reojo y esbozó una pequeña sonrisa.—Talvez. Es un sitio que me gusta mucho. Creo que te gustará también.Poco después, el auto se detuvo frente a un restaurante acogedor, con ventanas amplias y luces tenues que decoraban la fachada. El letrero dorado colgaba con elegancia: Cielo Urbano . Irma lo miró con cierta admiración. El lugar emanaba una calidez distinta, una mezcla entre nostalgia y sofisticación.Ambos bajaron del vehículo. Alejandro rodeó el auto y, como siempre, abrió la puerta para ella. Ir
La velada transcurriría con una calma casi irreal. El ambiente cálido del restaurante, el murmullo discreto de las conversaciones y el tenue brillo de las velas crearon una burbuja que parecía aislar a Alejandro e Irma del mundo. Él no apartaba los ojos de ella, como si buscar respuestas en su rostro fuera más importante que todo lo demás. Irma, por su parte, parecía más relajada, disfrutando del momento sin reservas… aunque por dentro, las emociones eran un torbellino incontrolable.—¿Te das cuenta? —dijo Alejandro, levantando la botella vacía de whisky—. Se nos acabó la botella sin darnos cuenta.Irma soltó una leve carcajada, cubriendo los labios con elegancia.—Sí… supongo que el tiempo pasa más rápido cuando uno está bien acompañado.Alejandro ladeó la cabeza y la miró fijamente, con una sonrisa medio dibujada.— ¿Quieres irte a otro lugar?Irma parpadeó, sorprendida, y luego sonriendo con complicidad.—A donde tú me quieras llevar… yo iré.Alejandro avanza lentamente, como si es
Alejandro permanecía allí, de pie en medio del estacionamiento del restaurante, observando cómo las luces rojas de la ambulancia se desvanecían en la distancia. Su cuerpo no se movía, pero por dentro, el caos era absoluto. Apretó los puños, tragó saliva y, con un suspiro tembloroso, caminó con rapidez hacia su auto. Abró la puerta de un golpe, se dejó caer en el asiento del conductor y se cerró de nuevo con fuerza.El silencio dentro del vehículo lo envolvió.Sacó su teléfono del bolsillo y, con dedos ligeramente temblorosos, marcó el número de Andrés .El tono sonó una vez, dos veces.—¿Aló? —respondió Andrés con voz ronca. Ya estaba acostado, arropado junto a Sandra en la habitación oscura.Alejandro contuvo un suspiro, presionando el volante con la otra mano.—Necesito que vengan al hospital.Hubo una pausa del otro lado.—¿Qué dices, Alejandro? ¿Te pasó algo?La voz de Andrés se tensó. Al escucharlo, Sandra se incorporó en la cama, alarmada. Alejandro miraba al frente, a la oscuri
Las luces blancas del hospital parecían más frías que nunca. El silencio en el pasillo era espeso, interrumpido solo por el vaivén de las enfermeras o el pitido lejano de alguna máquina. Alejandro estaba sentado en una de las sillas del corredor, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha, mirando el suelo como si buscara respuestas entre las baldosas. A su lado, Sandra se mantenía en pie, de brazos cruzados, la mirada fija en la puerta por la que Irma había desaparecido horas atrás.De pronto, la puerta se abrió.El doctor, aún con la bata blanca y una expresión neutra, salió con un pequeño portapapeles en mano. Alejandro se levantó casi de inmediato, al igual que Sandra y Andrés, que ya estaban tensos, esperando alguna palabra.—¿Cómo está? —preguntó Alejandro, con un hilo de voz que apenas pudo contener el temblor.El médico los miró con serenidad.—Pueden pasar a verla. Aún no tenemos todos los resultados; los análisis cerebrales están en proceso, pero está conscient