Camila atravesó el umbral de su habitación con pasos apresurados, el corazón latiéndole desbocado en el pecho. Cerró la puerta con brusquedad y corrió hacia la cama. Sin preocuparse por nada más, se dejó caer de bruces sobre el colchón, hundiendo el rostro en una de las almohadas. La presionada con fuerza entre sus brazos como si eso pudiera sofocar el dolor que la consumía.
Un grito desgarrador escapó de sus labios, ahogado contra la suavidad de la tela. No quería que nadie la oyera. No quería mostrar cuán rota estaba por dentro.
Mientras tanto, en el salón, Adrien permanecía inmóvil, su mirada clavada en la puerta por donde Camila había desaparecido. Se pasó una mano por la nuca, sintiendo el peso del fracaso caer sobre sus hombros. Alzó los ojos hacia el médico, que guardaba su libreta y su pluma con movimientos tranquilos.
—Doctor... —dijo Adrien, su voz áspera de preocupación—. ¿Cree que debería examinarla?
El médico negó con la cabeza, su rostro reflejando comprensión.
—No es ne