Nicholas Jones
Estábamos en la sala de operaciones improvisada que Dante había montado. Luces tenues. Monitores encendidos. Mapas abiertos. Códigos, líneas de tiempo. Frío por fuera, infierno por dentro.
Entonces sonó el teléfono.
No el mío. No el de Emilia. La línea segura. Esa que solo usaban los enemigos cuando querían que el mensaje fuera imposible de ignorar.
Emilia lo contestó antes de que Dante siquiera pudiera moverse.
—¿Aló?
Y ahí fue cuando lo escuchamos.
—¡Mami milia! ¡Papáaaa! ¡Ayúdame! ¡Por favor…! ¡Mami!
Mi corazón se cayó al suelo.
No. No. No. No.
No era una grabación. No era un montaje. Era Liam, nuestro Liam, llorando, gritando, desgarrándose por dentro.
Me acerqué a Emilia como si no pudiera respirar por mí mismo. Ella estaba de pie, con el teléfono pegado al oído, sin moverse, con la mirada fija en un punto que no existía.
—¡Quiero irme a casa! ¡Papá, ven por mí! Mami… ¡me duele!
Tuve que cerrar los ojos. Porque el mundo se volvió irreal.
Era su voz. Quebrada. Vulne