Claudio
Dios.
Estaba sentado revisando unos documentos, con esos lentes que siempre lo hacían ver como un CEO peligroso, la camisa blanca desabotonada en los primeros botones mostrando apenas un poco de clavícula, suficiente para molestarme, pantalón negro, reloj elegante, el cabello perfectamente peinado hacia atrás, parecía salido de una revista, no, peor, parecía salido de mis malditos recuerdos.
Me acerqué lento, intentando no temblar como idiota.
Él levantó la vista.
Y ahí ocurrió… se congeló, literal, se puso de pie de inmediato, alto, imponente, tan robusto como siempre, su sombra cubriendo la mesa mientras sus ojos recorrían todo mi cuerpo, cada detalle, desde mi cabello recién arreglado hasta mis botas nuevas.
No era una mirada morbosa, era una mirada analítica, de sorpresa, de… reconocimiento extraño.
—Melanie —dijo finalmente, su voz grave, profunda, igual de calmada que siempre—. Un gusto.
Y yo, como estúpida, tartamudeé —C… Claudio. El gusto es mío.
¿Por qué carajos siemp