Al final de la jornada, exhausto y con la moral por los suelos, Leonardo se encerró en el pequeño apartamento que compartía con Catalina. La soledad, que antes había sido una bendición, ahora le resultaba un castigo. Necesitaba hablar con alguien, desahogarse.
Justo cuando se disponía a pedir una pizza a domicilio (la única forma en que podía comer sin depender de su padre), su teléfono vibró con una llamada entrante. Era Juan Carlos. Una punzada de alivio lo recorrió. Al fin, un respiro.
—¿Qué tal, mi amigo? —la voz de Juan Carlos sonó al otro lado de la línea, con su habitual tono ligero y despreocupado—¿Que tal en el trabajo?
Leonardo soltó un resoplido. —Ni me lo digas, Juan Carlos. Esto es un infierno.
—Me lo imagino —dijo Juan Carlos, y Leonardo pudo escuchar una risita ahogada al otro lado de la línea, que le pareció cargada de una extraña diversión—. Oye, hablando de infiernos… ¿Viste el video de Verónica en el club? ¡Qué ridícula es esa vieja!
Las palabras de Juan Carlos gol