No sabía qué hacer. Sus tarjetas estaban bloqueadas, sus cuentas vacías. Ni siquiera podía pedir comida a domicilio. La idea de tener que depender de alguien, de verse reducido a la nada, le revolvía el estómago. Siempre había despreciado a los "muertos de hambre". Y ahora, él era uno de ellos.
La vergüenza lo invadía. ¿Cómo había llegado a esto? Su orgullo, antes inquebrantable, se sentía pisoteado. La imagen de Catalina, con su mirada fría y su autoridad recién adquirida, no dejaba de taladrarle la mente. Ella tenía el control ahora, y eso era insoportable.
Después de horas de agonía, el estómago le rugió. La realidad se impuso. No tenía opciones. Respiró hondo, sintiendo el peso de la humillación, y marcó el número de su padre.
—Padre —dijo Leonardo, su voz tensa, intentando sonar tranquilo—. Necesito hablar contigo.
Don Rafael, al otro lado de la línea, sonó impasible. —¿Sí, Leonardo? ¿Has reflexionado?
—Necesito que me devuelvas mis tarjetas —espetó Leonardo, la desesperación fil