El sol de la mañana se colaba por la ventana del apartamento, tiñendo la cocina de un dorado suave. El aroma a café recién hecho se mezclaba con el dulzor de las tostadas, pero para Leonardo, el aire estaba cargado con el perfume embriagador de Catalina. Sus labios aún vibraban con la memoria del beso, y la promesa que ella le había hecho resonaba en su mente, encendiendo un fuego que creía haber olvidado.
Se separó de ella, aunque su cuerpo clamaba por quedarse. La mirada de Catalina, llena de una mezcla de deseo y una vulnerabilidad que lo desarmaba, lo impulsaba a cumplir su parte del trato. No era solo por la herencia ahora; había algo más, algo que Catalina había despertado en él, una necesidad de demostrarle que era capaz de ser el hombre que ella merecía.
—Está bien, mi amor —dijo Leonardo, con una sonrisa que intentaba ser seductora, pero que llevaba un matiz de sinceridad que lo sorprendió a sí mismo—. Hoy mismo voy a hablar con mi padre para conseguir un trabajo.
Catalina lo