El sol de media mañana se filtraba por los ventanales de la imponente oficina de Don Rafael, iluminando el pulcro escritorio de caoba y el aire cargado de un poder silencioso. Leonardo entró con una seguridad renovada, un paso más ligero y una sonrisa que no había lucido en semanas. La promesa de Catalina, el recuerdo de sus labios y la anticipación de la noche, lo habían imbuido de una confianza casi palpable.
Don Rafael, sentado detrás de su escritorio, levantó la vista de unos documentos. Sus ojos, agudos y experimentados, escudriñaron a su hijo. Notó el cambio, la chispa en su mirada que había estado ausente por tanto tiempo.
—Padre —saludó Leonardo, acercándose con un aire de triunfo apenas disimulado—. Quería hablar contigo.
Don Rafael asintió, indicándole con un gesto que tomara asiento. —Te escucho, Leonardo. Espero que sean buenas noticias.
Leonardo se reclinó en la silla de cuero, cruzando las piernas con una despreocupación que antes habría sido pura arrogancia, pero que ah