Cuando volví a ver a Francisco, ya habían pasado seis meses.
Cuando regresaba de buscar inspiración en el exterior, lo vi de lejos parado en el centro de la pradera.
No sabía cómo había encontrado ese lugar ni cuándo había llegado.
Tenía la ropa desordenada, los ojos cansados y la barba desarreglada. Se veía tan desdichado que casi no lo reconozco.
Tan pronto como me vio, se me acercó emocionado, con los ojos llenos de alegría.
—Ana, me alegra que estés bien. Lo siento. No sabía que Nina había llegado a hacer semejantes cosas...
Me alejé dos pasos y evité su abrazo.
Francisco se quedó petrificado en el lugar, con una expresión desesperada y destrozada.
—Ana, yo soy el culpable. Te hice sufrir. Ya castigué severamente a Nina. ¿Puedes perdonarme?
Negué con la cabeza y le dije con una voz tranquila:
—Francisco, desde el día en que le propusiste matrimonio a Nina, lo nuestro se acabó.
Francisco se sobresaltó como si le hubiera caído un rayo encima. Retrocedió tambaleándose unos pasos, con