Capítulo XLIX
Máximo
Miro cómo Scarleth cae por las escaleras. Corro hacia ella, la levanto en mis brazos y salgo lo más rápido posible de la casa, aún oyendo los gritos de mi madre. La coloco en la parte trasera del carro; está inconsciente y sangra entre las piernas.
Arranco a toda prisa. El tráfico se vuelve un muro: bocinas, autos que no ceden, y cada segundo pesa como una eternidad. La ciudad me recibe con su caos habitual: semáforos que parecen relojes enloquecidos, un atasco que no cede, bocinas que suenan como gritos. Cada luz roja es un puñal.
Esquivo dos coches, avanzo por el carril de emergencia, toco el claxon sin descanso. Conduzco con la desesperación pegada a las manos, contando mentalmente cada segundo hacia el hospital.
El chirrido de las llantas raspa el pavimento cuando freno frente al hospital. Salto del auto sin apagar el motor y abro la puerta trasera de golpe.
—¡Ayuda! —grito, la voz quebrada—. ¡Necesito ayuda!
Dos camilleros corren hacia mí. Les entrego el cuer