El día había sido tan plano como todos los demás. Un par de clases en la pequeña escuela de navegación, turistas que apenas prestaban atención, y un almuerzo insípido frente al mar. Sebastián —o lo que quedaba de él— había aprendido a transitar la rutina sin pensar demasiado.
Pero al llegar a la villa, algo no cuadraba.
Las luces estaban tenues. Había velas en los escalones, música suave, y en el comedor una mesa puesta con demasiado esmero: manteles de lino, copas de cristal, flores frescas. Alina estaba en el centro de todo eso, con un vestido rojo y una sonrisa de anuncio.
—¿Qué es esto? —preguntó Kilian, sin entrar del todo.
—Una cena para ti —dijo ella—. Tu favorita. Y mira... pastel de naranja con glaseado de jengibre. Como te gusta.
Él frunció el ceño.
—¿Qué celebramos?
Alina rio, como si él fuera un niño ingenuo.
—Tu cumpleaños, tonto. Feliz cumpleaños, Sebastián.
El se quedó inmóvil. Parpadeó. Algo se apretó en su pecho.
—Mi cumpleaños no es hoy. Mi cumpleaños es el