Cerraron la puerta de la habitación de los niños con el mayor sigilo. Elian ya respiraba con profundidad, abrazado a su peluche, y Yvania dormía con una sonrisa aún dibujada, soñando tal vez con dragones de nieve y chocolate caliente. Kilian apagó la lámpara de noche, y Céline se quedó un instante observando el cuadro.
—Se ven tan en paz… —murmuró.
—Lo están —respondió él en voz baja—. Gracias a ti.
Ella lo tomó de la mano con una ternura que parecía traspasarlo. Lo condujo al salón, donde las luces eran suaves y el ambiente íntimo. El aire olía a leña y lavanda. Se sentaron juntos en el sofá, y por un instante, solo se miraron en silencio.
—Quiero decirte algo —dijo Céline, buscando sus ojos—. Estas últimas semanas… me ha cambiado. Sentí que recupemos algo que creía perdido. No sé si es definitivo. Pero quiero creer en nosotros otra vez.
Kilian tragó saliva. La culpa le ardía como un hierro caliente en la garganta. Pero asintió, sosteniéndole la mirada.
—Yo también quiero creer