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El aroma del pan tostado, el café recién hecho y el jugo de naranja recién exprimido llenaba la cocina como cada mañana, como si nada hubiera cambiado. Pero Céline sabía que sí. Lo sabía desde que preparaba la mesa sin pensar. Desde que servía tres platos y dejaba la cuarta taza sin sacar. Desde que su cuerpo seguía la rutina sin esperar ya compañía.
Yvania hablaba sola, entretenida con su diadema torcida y los calcetines desparejados que había insistido en ponerse. Céline no discutió. Había aprendido a elegir las batallas. Elian, en cambio, comía en silencio. Sus ojos seguían las líneas del mantel, y sus pensamientos, quién sabe.
—¿Por qué papá ya no baja a desayunar? —preguntó de pronto, sin levantar la voz.
Céline tardó un segundo en reaccionar. No porque no lo esperara, sino porque aún no sabía cómo mentir con naturalidad. Dejó el cuchillo sobre el trapo y giró despacio hacia su hijo, que la miraba con una mezcla de inocencia y análisis que empezaba a parecerse demasiado a la d