La casa de los Drake seguía igual. Blanca. Impecable. Silenciosa. El tipo de silencio que no acoge, sino que observa. Kilian no fue por nostalgia. Ni siquiera sabía por qué había conducido hasta allá. Solo… necesitaba estar con su madre.
Cuando tocó el timbre, fue ella quien abrió. Llevaba un delantal beige y el cabello recogido con horquillas, como siempre. Olía a té de jazmín y galletas de almendra. Su expresión pasó de la sorpresa al instinto en un solo segundo.
—¿Te pasó algo?
Él negó con la cabeza. No tenía palabras, y ella no las exigió. Se hizo a un lado en silencio, y él entró.
En el jardín trasero, el mismo de su infancia, se sentaron bajo la pérgola de madera. La tarde estaba tibia, y la brisa traía el eco de recuerdos viejos: él haciendo tareas bajo esa misma sombra, él llorando después de discutir con su padre, él soñando con escapar… sin saber de qué.
Su madre preparó té. Lo sirvió con lentitud, como si el ritual bastara para sanar. No hablaron de Céline, ni del Grup