El amanecer era suave, grisáceo. Céline se levantó sin prisas. Era sábado y los niños no tenían escuela, así que aún dormían en sus camas, ajenos al silencio espeso que flotaba en el penthouse.
Se puso una bata ligera y caminó hasta el salón.
Céline bajó las escaleras en silencio. No sabía si Kilian seguía en casa. La noche anterior se había acostado fingiendo que dormía, fingiendo que no lo sentía revolverse a su lado como un extraño que no sabía cómo quedarse ni cómo irse.
Lo encontró en el salón, de pie junto a los ventanales, mirando el horizonte como si buscara una respuesta en el perfil de la ciudad. Estaba vestido, con la chaqueta colgando del antebrazo, los zapatos ya puestos. Las llaves giraban lentamente en su mano.
Se había levantado temprano. Otra vez. Parecía una estatua: inmóvil, pero tensa. Como si cada músculo contuviera una batalla que no sabía cómo liberar.
—Buenos días —dijo ella, con voz neutra, apenas un susurro domesticado.
Él tardó en girarse. Cuando l