Todavía estaban sobre la alfombra, desnudos, cubiertos apenas por la luz tenue del ocaso que entraba por la terraza. El cielo comenzaba a teñirse de azul profundo, y el aire en la habitación era cálido, con ese silencio dulce que solo nace después de haberlo dicho todo con el cuerpo.
Céline estaba recostada sobre el pecho de Matthias, dibujando círculos sobre su piel con la yema de los dedos. Hablaban de colores, de telas, de lámparas colgantes y sillones amplios. De cómo se vería la cocina. De qué rincón tendría la mejor vista para que Yvania dibujara o Elian armara sus experimentos.
Era una conversación suave, entre risas y sueños. Hasta que los teléfonos vibraron casi al mismo tiempo.
Matthias miró el suyo. Céline hizo lo mismo.
—Mensajes de voz —dijo ella, alzando una ceja.
Ambos reprodujeron los audios. La voz de Yvania sonaba impaciente, dulce, pero con tono de mando:
—Mamá, Papi, ¿dónde están? ¡La abuela dijo que vendrían hace horas! ¡Queremos galletas y ustedes no están!