El trayecto de regreso transcurría en silencio.

Céline miraba por la ventana sin ver. La ciudad quedaba atrás mientras se adentraban en el camino boscoso que conectaba la autopista con la zona residencial más exclusiva de Belvaronne. Pronto llegarían a la mansión Valtieri, donde los niños los esperaban con Clarisse. Pero aún faltaba. Y el peso del juicio recién concluido caía con fuerza invisible sobre sus hombros.

Matthias la observó con el rabillo del ojo, preocupado. Sabía que no era el momento para palabras. Pero su mano, cálida, descansó sobre la de ella, como un ancla silenciosa. Céline apenas reaccionó.

Fue él quien pidió detener el auto.

El chófer desaceleró con suavidad. Céline bajó sin decir nada. Matthias no la siguió. La vio caminar unos metros entre los árboles, con paso firme pero contenido. Como si necesitara separarse de todo lo que aún la tocaba.

Ella alzó la vista al cielo. Cerró los ojos.

Y gritó.

Fue un grito seco, contenido, nacido desde un lugar que