Celeste.
Me desperté con una jaqueca punzante en cada parte de la cabeza. Cuando iba a moverme, me percaté de que mis manos estaban atadas detrás de mi espalda y sobre el tronco de un árbol.
Lo más loco era que ese árbol se adentraba en el interior de una cabaña descuidada y llena de múltiples objetos tirados por el suelo.
Escuché que tenían una tetera ruidosa y vi a Samanta preparando café en una cocina improvisada que solo tenía una hornilla.
—¿Quieres café? —me preguntó, sin voltear a verme—. Está hecho con granos recién cultivados. Había olvidado que los planté hace meses.
—¿Dónde estamos?
—Disculpa el desorden. No suelo venir mucho por aquí. Es mi lugar seguro cuando quiero alejarme de todos —expresó, con una sonrisa que me causó escalofríos.
¿Por qué me estaba hablando como si fuéramos las mejores amigas?
¡Esa loca me había secuestrado!
—Me tienes amarrada, Samanta —mascullé, de mala gana—. No quiero café. ¿Qué me asegura que no lo has envenenado?
Se echó a reír.
—¡Bu