Celeste.
El tercer día en la cabaña amaneció con una neblina suave que cubría el bosque como un velo. El aire olía a tierra húmeda y a hojas frescas, y el canto de los pájaros era más tenue, como si incluso ellos respetaran la calma de ese rincón escondido del mundo.
Kael y yo habíamos decidido dar un paseo corto. Nada exigente, solo una caminata tranquila por los senderos que rodeaban el lago. Yo llevaba una capa ligera sobre los hombros y caminaba despacio, con una mano sobre mi vientre y la otra entrelazada con la de él.
—¿Sabes qué me gusta de este lugar? —dije, mirando hacia los árboles altos que se mecían suavemente.
—¿Qué?
—Que parece que el tiempo se detiene. Como si nada malo pudiera pasar aquí.
Kael sonrió, pero no dijo nada. Me apretó la mano con más fuerza.
Caminamos en silencio unos minutos más, hasta que un sonido extraño rompió la quietud.
Un gemido.
Se escuchó como el lamento de un animal herido.
Ambos nos detuvimos al instante.
—¿Oíste eso? —pregunté.
Kael ya estaba