— ¿Por qué me mientes? — murmuró él, tan cerca que su aliento acariciaba su rostro. ¿Cuándo se había acortado la distancia entre ellos? Su calor la envolvía como una caricia invisible, empapándola hasta nublarle el juicio, como si su mera presencia bastara para acallar cualquier atisbo de razón — ¿Por qué me niegas algo tan evidente… como que todavía me amas?Isolde alzó el rostro, con la firme intención de negarlo con la mirada… pero se encontró inmersa en la profundidad de sus ojos, tan próximos que apenas podía respirar. Aquella mirada. Esa maldita mirada que conocía demasiado bien, la que tantas veces había hecho temblar su alma, la que le arrebataba la voluntad con solo existir. — No hagas esto… — susurró sintiendo como su corazón parecía querer salirse de su pecho, pero su cuerpo permaneció inmóvil, petrificado. — Ya lo estoy haciendo — respondió él, y su voz fue un suspiro cálido que se fundió con su piel. Se inclinó, rozando con la punta de su nariz la delicada línea de su
La voz de Raven hendió el aire como un cristal roto, obligando a Isolde a girar sobre sus talones. Un escalofrío helado le recorrió la espalda al ver al lobo avanzar lentamente hacia ellos, su presencia imponente y cargada de una calma tensa que presagiaba una tormenta inminente. Su rostro, habitualmente sereno y enigmático, se había endurecido en una máscara de celos feroces, una rabia contenida que brillaba en sus ojos como fuego oscuro, y la certeza brutal de una verdad que pendía sobre ellos como una espada a punto de caer.—Rowan es mi hijo —espetó Raven, cada sílaba cargada de una posesividad salvaje, sus ojos clavados en Damián con una intensidad que parecía querer desgarrarle el alma— Yo lo crié. Yo lo protegí.Y aunque no era su sangre la que corría en las venas del niño, esas palabras no eran mentira. Porque Raven había sido todo para Rowan. Porque había estado allí cuando su mundo se vino abajo, cuando Isolde no sabía si lograría levantarse de nuevo. Había sostenido a Rowan
Isolde caminaba por los pasillos del castillo, cada paso un eco sordo en el silencio pétreo. Su mente seguía presa del doloroso enfrentamiento con Damián y Raven, un nudo apretado en el pecho que dificultaba la respiración. Cada zancada resonaba con un eco hueco, como si el propio castillo, con sus frías paredes de piedra, absorbiera su pesar. Sin embargo, al alcanzar la puerta de la habitación de Rowan, una tenue luz se filtró bajo el umbral, y su corazón se aligeró apenas un instante.Abrió la puerta con una lentitud casi reverente y sonrió con una ternura agridulce al ver a su hijo dormir plácidamente, envuelto en la serenidad de las sábanas. La luz de la luna, pálida y espectral, se colaba por el alto ventanal, acariciando con plata su rostro angelical. Se acercó en silencio, los ojos fijos en el suave ascenso y descenso de su pequeño pecho, el único ritmo constante en su mundo convulso.Se arrodilló junto a la cama, la mano temblándole ligeramente al acariciar su cabello suave co
Isolde tragó saliva con dificultad, el corazón golpeándole el pecho con una fuerza dolorosa. Podía sentir su aliento cálido en su rostro, percibir el calor que emanaba de su cuerpo, la tensión palpable que vibraba en el escaso espacio que los separaba... si es que aún quedaba alguno.—No tienes derecho a... —intentó decir, pero la frase se quebró en su garganta, ahogada por la opresión.—Tengo todos los derechos —la interrumpió él con un murmullo grave, sus ojos oscurecidos por una posesión implacable—. Porque te casaste conmigo. Porque eres mía.Ella lo miró con la mandíbula tensa y los ojos brillando con una mezcla de rabia contenida y una emoción más profunda, más turbia, que se negaba a reconocer.Isolde dio un paso lateral, intentando escapar de su encierro, pero su espalda ya había chocado contra la fría madera de la puerta. No tenía a dónde huir. Damián estaba frente a ella, una presencia imponente que la eclipsaba, y esa mirada suya no dejaba resquicio para el desacuerdo.—Est
— No…Susurró Isolde, su voz quebrándose como un hilo fino que se disolvió en el silencio. No entendía del todo qué estaba ocurriendo. Estaba atrapada en ese instante extraño en el que su corazón quería correr, pero su cuerpo se mantenía inmóvil, como si el tiempo mismo hubiera decidido suspenderse. Frente a ella, Damián estaba sentado en el borde de la cama, los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas. Estaba quieto, tan completamente inmóvil que parecía una estatua, pero la tensión que emanaba de él lo hacía más real que nunca.Sus ojos, sombríos y fijos en los de ella, no suplicaban. No había rastro de ansiedad, ni de urgencia. Solo esa calma, tan suya, tan insoportablemente serena, que parecía conocerla mejor de lo que ella misma se conocía.Y eso… eso la hizo hervir por dentro.Cólera. Por él, por ella misma, por la maldita historia enredada entre los dos. Por todo lo que había dolido, todo lo que aún escocía.—Eres un arrogante de mierda —escupió con voz áspera, r
El aire en la habitación se había vuelto denso, cargado de una tensión palpable que vibraba entre ellos como una cuerda de arpa a punto de romperse. Las palabras de Damián, ese gruñido grave y posesivo, resonaron en el silencio previo al contacto, hiriendo como un arañazo en la piel sensible de Isolde. No había súplica en su voz, solo una certeza brutal, un reclamo ancestral que parecía emanar de lo más profundo de su ser.Y entonces, la tomó.No fue una caricia, ni una invitación suave. Fue una posesión calculada, una invasión lenta y deliberada que incendió cada terminación nerviosa de Isolde. Cada centímetro de su avance fue una declaración tácita, una promesa oscura tejida en la fricción de sus cuerpos. Sus ojos oscuros, intensos, no abandonaron los de ella ni por un instante. Necesitaba ser testigo de su rendición, sentir la forma en que su cuerpo se abría a él, la aceptación silenciosa que florecía a pesar del torbellino de emociones que la embargaba.Un escalofrío recorrió la e
El aire en el vestíbulo era un muro invisible, una presión asfixiante que dificultaba la respiración. La tensión vibraba en cada mota de polvo danzando en la escasa luz, lista para estallar en una violencia sin cuartel. La luz del atardecer, filtrándose a través de los altos ventanales, teñía las paredes de un rojo ominoso, como si la sangre de batallas pasadas se negara a desaparecer, presagiando la furia desatada que estaba a punto de inundar el salón.Damián, una estatua de músculos tensos como cuerdas de arco, apretaba los puños hasta que sus nudillos se tornaron blancos hueso, la piel estirándose dolorosamente. Su pecho era un fuelle agitado por la tormenta interior, cada inhalación un temblor contenido, cada exhalación un gruñido silencioso. Sus ojos, normalmente de un castaño profundo y cálido, ahora eran dos pozos de ámbar puro, la mirada salvaje y posesiva de su lobo ancestral buscando una presa a la que marcar y reclamar.Frente a él, Raven, permanecía firme como un roble az
Raven se pasó una mano por la mandíbula, limpiando el rastro cálido de sangre que le corría por el corte. El sabor metálico aún le ardía en la lengua. Alzó la mirada y la cruzó con la de Damián. No hacía falta decir nada. Ambos sabían que eso no había terminado. Solo se habían detenido... por ahora.Rowan, con esa timidez dolorosa que solo tienen los niños cuando el mundo de los adultos se desmorona frente a ellos, se acercó a su padre. Buscó su mano con la suya, tan pequeña, y la apretó con fuerza, como si pudiera sujetarlo al presente.Damián bajó la mirada. En esos ojos plateados encontró la única calma que le quedaba.—No seas así, papá… por favor.— suplicó el cachorro.Cerró los ojos. Respiró hondo, profundo, como si ese aliento fuera lo único que lo separaba del colapso. Trataba de encerrar al lobo dentro, de encadenar la rabia antes de que escapara. No dio un paso más. No gruñó. Pero el temblor en sus hombros hablaba por él: seguía al límite.El vestíbulo quedó en un silencio t