Narra Maxwell Donovan
Mi habitación olía a ella… a la esencia dulce de su piel, a su tibio aliento que me tranquilizaba, a ese calor que poco a poco me envolvía en sus redes, unas de las que ya no podía ni quería escapar; su sola presencia era el motor que me devolvió la vida una vez más, después de tantas arbitrariedades, venganzas, injusticias y malos entendidos.
La había depositado con delicadeza sobre la cama y ese fue el punto de partida para amarnos como dos locos empedernidos, sin reservas, sin freno; mientras ella acariciaba mis pectorales con una sensualidad que me llevaba al cielo, sentía como si el tiempo quisiera devolvernos todas esas noches que la sed de venganza y la maldad nos limitó.
El suelo de la habitación parecía un revoltijo estampado con la ropa que le presté para que se quitara el uniforme de la cárcel; esa camiseta mía que le quedaba grande y esos pantalones que apenas podía contener, ahí descansaban al lado a la playera blanca, la chaqueta y pantalón de unifo