10. ¿Puedo invitarla a bailar?
Por fin consiguió zafarse de su madre y de Sabrina, sintiendo el mismo alivio que un esclavo recién liberado.
La multitud se abría y cerraba a su paso como una marea densa de lentejuelas, seda y perfumes caros, pero él solo buscaba una cosa. O, mejor dicho, a alguien.
La encontró de espaldas, dominando una conversación con un grupo de desconocidos. Su cabello rojo caía como lava líquida y salvaje sobre sus hombros desnudos, y el antifaz de plumas parecía pulsar bajo las luces doradas del salón. Era el centro magnético de la sala. O, al menos, para él se había convertido en el único punto fijo del universo.
— ¿Puedo invitarla a bailar? — preguntó, en un impulso ciego que lo arrastró sin darle tiempo a pensar.
Elena sintió el corazón golpearle el pecho con tanta fuerza que temió que todos pudieran oírlo.
Lo reconocería aunque no lo viera.
Esa voz. Esa presencia.
La forma en que era capaz de erizarle la piel solo con respirar cerca.
Tragó el nudo de su garganta y se giró lentamente, obli