Bella Blanca y Lady Evelyn.

Pov Leonard

Miré hacia atrás, justo en la entrada al reino, tuve la esperanza de verlo, pero el portón del palacio se cerró tras de mí con un estruendo metálico que se clavó en mi pecho como una sentencia.

—No me despedí de mi padre —susurré.

Pero, él tampoco lo hizo.

Suspiré y me acomodé en mi asiento, escuchando las llantas del carruaje crujir con las piedras, el galope de los caballos y las voces de los soldados que siempre reciben instrucciones.

Me hubiera gustado que mi padre me deseara suerte, aunque fuera con una mirada. Pero lo único que obtuve fue silencio, como siempre. Silencio y ausencia.

Valentín me mira y sabe que no me siento bien. El hombre solo me da un golpecito en el hombro.

—Nunca fue un hombre afectuoso —murmuré para mí mismo.

—No lo juzgue de manera tan severamente, alteza. El rey lo ama a su manera.

Reí con amargura.

—¿Amor? Valentín, ¿alguna vez me ha tomado de la mano como un padre a un hijo? ¿Alguna vez ha estado a mi lado en algo que no fuera política o deber? No… para él siempre he sido el heredero, nunca el niño que perdió a su madre demasiado pronto. Su figura ha faltado, y ahora pretende que yo llene la suya con un matrimonio que no deseo.

Valentín no respondió. Sus ojos, sin embargo, reflejaban una comprensión silenciosa, la misma que había tenido conmigo desde que tengo memoria.

—¿Crees que no merecía al menos verlo? No se ha despedido, no me ha dado su bendición. Así ha sido siempre, su indiferencia me está amargando la existencia.

—Joven príncipe…

—Valentín, sé que siempre justificarás a mi padre, pero por una vez, ¿no crees que tengo razón? el ser rey, entonces, me limita el poder ser un buen padre, ¿es eso lo que él me ha tratado de enseñar todo este tiempo?

El secretario baja su mirada.

—Sé que la muerte de mi madre fue dolorosa para él, pero, pero no fue mi culpa. Tanto ama a su hijo que no ve mi rostro porque le recuerda el de mi madre… que manera de amar.

Me recosté y miré hacia el paisaje, preferí no continuar aquel tema que lleva una vida pesando en mis hombros.

El cortejo avanzaba con paso firme. Me acompañaban un grupo de seis sirvientes; dos escuderos encargados de mis armas y de la seguridad, un paje que se ocupaba de mis pertenencias personales, un cocinero que jamás dejaba de refunfuñar por tener que salir de la cocina real, y dos guardias que velaban por la escolta. A mi lado, siempre, Valentín, mi sombra y mi sostén.

—Veo algo —susurré al notar que nos aproximábamos a nuestro destino.

—Sí, creo que hemos llegado, alteza.

Casi un día de viaje nos tomó llegar a las tierras de Mountclair, un feudo próspero cercano al río Darein, conocido por sus viñedos y colinas verdes. El sol caía sobre las torres de piedra de la mansión del duque y, al entrar en el patio principal, un grupo de sirvientes nos recibió con reverencias.

Mountclair es una tierra bonita, de paisajes encantadores, he venido un par de veces, pero no específicamente a este lugar.

—¿Puedes decirme como es el nombre de la dama que veremos?

No sé nada sobre ellas.

—Claro, alteza. Es…

Valentín no terminó de hablar cuando entonces la vi.

Debo decir que mi impresión fue buena, respiré profundo y dejé de parpadear.

Ella descendía por la escalinata de mármol, con un porte que parecía sacado de una pintura.

Mi respiración se agitó, me sentí un poco nervioso. Empecé a aclarar mi garganta al sentir que las palabras quizás no podrían salir.

La reparé de pies a cabeza, su vestido de seda color esmeralda ondeaba con la brisa, ciñéndose a su cintura esbelta y realzando cada curva.

—Es hermosa —susurré solo para mí.

Su piel era clara, casi nacarada, y su cabello, de un rubio dorado, caía en ondas que brillaban bajo la luz del mediodía. Sus ojos azules, enormes y expresivos, se fijaron en mí alterando más mis nervios.

Sentí un cosquilleo extraño en el estómago, y lo odié.

—Lady Evelyn, alteza. Así se llama la dama.

Lady Evelyn, se repetía en mi cabeza una y otra vez.

Valentín carraspeó a mi lado, disimulando una sonrisa. Yo estaba inmóvil, sin responder a los saludos y sonrisas de la mujer.

—¿Algún problema, alteza?

Salí de mis pensamientos y volví.

—Ninguno… —respondí, sin apartar la vista de ella.

La joven llegó hasta nosotros y se inclinó con gracia perfecta.

El padre de la joven estaba frente a nosotros, su saludo no lo escuché, solo la escuché a ella.

—Bienvenido, alteza Leonard de Dalmora. Soy Lady Evelyne de Montclair.

—Es la mayor de dos hijas del duque Armand —indicó Valentín en voz baja.

—Es un honor recibirlos en nuestra casa —dice el duque sonriente.

—Bienvenido, alteza —dice Lady Evelyn con su voz melodiosa, casi un canto. Y yo… yo quedé embelesado.

—He dispuesto que sirvan nuestra mejor especialidad; sopa de cebolla con vino del año pasado —indica el duque—. Aunque debo advertir… mi cocinero es un desastre, a veces la sopa sabe a establo.

Todos reímos por aquel chiste, incluyendo a la dama que ha mostrado unos dientes un poco…

Miré a Valentín y noté que él también había visto lo que yo.

Lady Evelyn era hermosa, pero hasta el momento que sonreía. Sus dientes eran demasiado grandes, eran como los dientes de Bella Blanca, la yegua que tengo en el reino. Junté mis cejas, la miré con rareza y mi sonrisa de encanto se fue desapareciendo.

La mujer soltó una carcajada tan estridente que varios sirvientes bajaron la mirada para contener la risa. De esa misma manera relincha Bella blanca.

Yo parpadeé, intentando mantener la compostura. El encanto se me escurrió entre los dedos como agua.

—Oh… qué… encantador —atiné a responder, arqueando una ceja.

Valentín, detrás de mí, se inclinó para susurrar con ironía.

—Señor, cambie esa expresión.

Soy un hombre de emociones evidentes.

—Es horrible —solté cubriendo mi boca para que no me escucharan.

—No es horrible, alteza, parece que la primera candidata… solo tiene un carácter peculiar.

—¿Peculiar? —pregunté mirándolo—. Esa es una forma elegante de decirlo —le respondí en voz baja, sin ocultar la mueca en mi rostro.

—Cambie su expresión —repite.

Miré a las personas y sonreí de manera forzada. Pero cubrí mis labios nuevamente para decir:

—Descartada de la lista.

Lady Evelyne, ajena a mis pensamientos, volvió a reír y se tomó la libertad de tomarme del brazo con exceso de confianza.

—Debe tener hambre, alteza. Vamos, le mostraré la mesa.

Ella me arrastra.

—No se preocupe si la sopa está incomible, siempre podemos alimentar a los perros con ella.

Su risa resonó de nuevo, y yo lancé una mirada de súplica a Valentín, quien, lejos de compadecerme, se limitó a encogerse de hombros.

Mi cara de desagrado se hizo más grande y empecé a sentir esto como una especie de castigo por cuestionar a mi padre.

Y así, entre joyas de seda, ojos azules y carcajadas que me perforaban los oídos, comprendí que el viaje sería más largo y tedioso de lo que jamás imaginé.

Nunca creí que en un lugar tan lejano encontraría el retrato de Bella Blanca, mi yegua, Bella Blanca.

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