El amanecer se filtraba por los ventanales de la villa Molinari, tiñendo de dorado las cortinas y el suelo de mármol.
Natalia observaba el horizonte desde el balcón, envuelta en la camisa de Alessandro. Abajo, el mar rugía con la fuerza de siempre, pero dentro de ella todo estaba en calma. Por fin.
Él se acercó sin hacer ruido, con una taza de café en la mano, y le rodeó la cintura.
—¿Otra noche sin dormir?
—No. —Sonrió con suavidad—. Esta vez sí dormí… contigo.
Alessandro apoyó la barbilla sobre su hombro y la miró en silencio. En su rostro ya no quedaban rastros del jefe implacable, solo del hombre que había aprendido —a su manera— a amar.
—He estado pensando —dijo él, con esa voz grave que aún lograba estremecerla—. Ya es momento de cumplir mi palabra.
—¿Qué palabra?
—La de dejar todo esto. El negocio, las guerras, los enemigos. Quiero una vida contigo, Natalia. Sin miedo, sin sangre. Solo nosotros.
Ella lo miró, dudando al principio, pero sus ojos no mentían.
Alessan