Alessandro maldijo una y mil veces a Anabella. Fue un imbécil en creer que ella se mantendría en silencio, que no intentaría gritar a los cuatro vientos que ese niño era suyo. La furia le hervía en la sangre, pero debajo de ella, la desesperación lo carcomía: Natalia lo estaba mirando como si ya no lo reconociera. Y eso… eso era peor que cualquier traición.
Guardó silencio unos segundos, intentando recuperar el control, mientras su mente giraba a toda velocidad. No la perdería, no otra vez. Esta vez no.
—Antes de que saques cualquier conclusión errada sobre mí, tienes que escucharme —dijo al fin, acercándose de un tirón. Sus manos tomaron el rostro de Natalia, atrapando sus mejillas, intentando forzarla a verlo.
Ella, rígida, mantenía los ojos fijos en el suelo.
—Mírame —exigió, con la voz rota y áspera.
Sus pupilas se levantaron lentamente hasta encontrarse con las suyas, pero ya no brillaban. Eran ojos apagados, de muñeca pintada, ojos que no transmitían nada.
—No me mires así, con