Sabrina llegaría apenas en la noche, por todo lo que implicaba los detalles que debía revisar con sus hermanas. Para entonces, había preparado la cena y puse a enfriar un vino dulce para acompañar las pastas que cociné. No era demasiado bueno en la cocina, pero aun así, me había esmerado para sorprenderla y seguí una receta fácil que Leo me envió al correo. Hubiera sido más fácil buscarla en Internet, pero sabía que me desesperaría y hubiera perdido mi tiempo, así que se lo pedí directamente a él.
Compré un ramo de rosas y un par de velas aromáticas, las que coloqué en el centro de la mesa. Mi apartamento era similar al que ocupaba Sabrina, por lo que los muebles del comedor estaban dispuestos delante de una enorme ventana que dejaba vislumbrar las afueras de la ciudad.
Miré mi reloj por quinta vez y estaban por dar las nueve, pero ella no aparecía.
«Cálmate, Piero… ya llegará», me dije a mí mismo, anhelando que pronto la puerta se abriera y me topara con su frescura y sensualidad. Si