La vida, cuando se construye desde el amor verdadero, florece incluso entre los escombros de un pasado difícil. Así fue como, un par de años después del día en que Irina dijo “sí, acepto” bajo los árboles de la mansión Miles, todo había cambiado para bien.
Era una mañana cálida de verano. El viento jugaba con los cortinajes de la gran casa que Leone e Irina habían levantado en un terreno cerca del mar. La casa era amplia y rodeada de árboles, tenía ese aroma de hogar que solo se consigue cuando hay amor en cada rincón. Desde la cocina se escuchaban risas: Gail, con casi todo un adolescente, corría de un lado a otro con una capa de superhéroe, gritando que iba a salvar al mundo para divertirse con sus hermanos. Irina, quién preparaba café mientras el sol le bañaba los hombros, lo observaba con esa paz que solo una madre conoce cuando ve a su hijo sano y feliz.
— ¡No puedes atraparme, papá! — gritaba Demian, su hijo de ocho años.
— ¡Oh no! Me estás venciendo — bromeaba Leone, dejándose